miércoles, 12 de noviembre de 2025

Perdón selectivo, condena perpetua: cómo el “establishment moral” administra la reputación política en Estados Unidos

 En el discurso público estadounidense abundan las palabras sagradas —“tolerancia”, “inclusión”, “diversidad”, “democracia”— y, sin embargo, el modo en que se reparten el perdón y la condena revela un patrón mucho más político que moral. No se juzga tanto el qué (los hechos pasados de una persona) como el para quién (el bando al que sirve hoy) y el para qué (la utilidad presente de su figura). El resultado es una cultura cívica que finge principios universales mientras aplica doble rasero: expiación para unos, anatema para otros.


Este capítulo explora esa hipocresía a través de tres escenas: (1) el papel de los “árbitros morales” no electos —organizaciones que reparten etiquetas—; (2) el contraste entre dos biografías con pasados vergonzosos (Robert Byrd y David Duke) y respuestas públicas diametralmente opuestas; (3) los efectos corrosivos de esta economía de reputaciones sobre la libertad de expresión, la deliberación democrática y la inteligencia colectiva. No se trata de canonizar a nadie ni de negar culpas históricas, sino de exigir reglas coherentes si de verdad queremos una esfera pública adulta y no un teatro de indignación a la carta.





I. El nuevo clero secular: certificadores de virtud y distribuidores de anatema



En las últimas décadas han prosperado entidades privadas y paraestatales —centros, fundaciones, lobbies, observatorios— que se presentan como árbitros expertos de la “amenaza”: deciden quién es “odio”, quién es “desinformación”, quién merece ser expulsado del ágora. No se someten a elecciones, pero influyen en políticas públicas, algoritmos de plataformas, manuales de medios y currículos académicos. Su poder no depende de demostrar imparcialidad, sino de monopolizar el lenguaje con el que entendemos la moral pública.


Estas instituciones se legitiman con tres tácticas:


  1. Inflación moral del riesgo: convertir el desacuerdo fuerte en peligro existencial. Si todo es “extremismo”, nada lo es; pero el efecto político es útil: acalla la competencia de ideas.
  2. Etiquetado sumario: sentencias comunicacionales irrecurribles. “X es un grupo de odio”, “Y es negacionista”, “Z es antidemocrático”. La etiqueta, una vez instalada, opera como tatuaje indeleble.
  3. Economía del miedo reputacional: medios y empresas prefieren aceptar el veredicto antes que litigar la complejidad. Es más barato obedecer que pensar.



El problema no es que no debamos denunciar lo verdaderamente abominable; el problema es que la herramienta se ha convertido en el fin. Cuando el sello de infamia se reparte con criterios opacos y partidistas, la sociedad aprende a no pensar: terceriza su juicio moral y vive de atajos.





II. Dos pasados, dos destinos: Robert Byrd y David Duke




1) Robert Byrd: del Klan al panteón del establishment



Robert C. Byrd fue miembro activo del Ku Klux Klan en los años 40 y llegó a desempeñar funciones de reclutamiento. Posteriormente ascendió hasta convertirse en el senador de mayor permanencia en la historia de Estados Unidos. Con el tiempo renunció y expresó arrepentimiento por su participación pasada. A su muerte, recibió homenajes transversales. La narrativa dominante fue: “un hombre que erró de joven, maduró y sirvió a su país”. El sistema ofreció expiación y la prensa la contó como redención.



2) David Duke: del Klan al paria permanente



David Duke también tuvo una militancia en el Klan, de la cual —según sus propias declaraciones— se apartó posteriormente, manifestando arrepentimiento por esa afiliación. Sin embargo, el tratamiento mediático y social que recibe es el de excomunión perpetua. Aunque compita por vías democráticas y exprese posiciones mezcladas —unas discutibles, otras rebatibles, otras comunes a segmentos del electorado—, el veredicto es monolítico: “irredimible”. No hay relato de maduración ni posibilidad de “arrepentimiento suficiente”.



3) ¿Qué explica el doble rasero?



  • Utilidad política: Byrd, pieza clave de un partido mayoritario, resultaba funcional para agendas legislativas y simbólicas. La máquina supo administrar su pasado para no perder un activo. Duke, en cambio, resultó inútil o disruptivo para el mismo sistema; su figura sirve mejor como villano pedagógico que como ciudadano con derecho a defensa en la plaza pública.
  • Curaduría narrativa: los medios construyen arcos dramáticos. Unos obtienen el arco del “arrepentimiento y servicio”; otros, el del “mal que no cambia”. La distribución desigual de la gracia no depende de la cronología de los hechos, sino de la conveniencia del guion.
  • Aversión al costo de pensar: es más fácil para audiencias y élites mantener un símbolo de mal absoluto que lidiar con matices (la zona donde viviría cualquier evaluación honesta de ideas concretas).



Nada de lo anterior absuelve a nadie de su pasado. El punto es otro: si aceptamos la noción de que las personas cambian y de que los sistemas deben ser coherentes, entonces la asimetría del perdón delata que los criterios no son morales sino instrumentales.





III. La cultura del 

pecado sin absolución

: efectos sobre la libertad y la inteligencia pública



  1. Miedo a pensar en voz alta
    Cuando una etiqueta puede arruinar tu trabajo, tus plataformas y tus relaciones, auto-censuras. Las sociedades que se autocensuran producen menos verdad y más consigna. La gente adopta eslóganes para no arriesgarse a argumentos.
  2. Desplazamiento del debate
    En lugar de discutir ideas concretas (política migratoria, comercio, guerra, educación), discutimos identidades y excomuniones: “¿Quién dijo eso?” y no “¿Qué dijo?” La política deviene tribal y la razón se vuelve sospechosa.
  3. Degradación pedagógica
    Un sistema intelectual que prohíbe comparar, matizar y revisar condenas infantiliza a los ciudadanos. Se sustituye el juicio por ansiedad moral: una rectitud ansiosa, vigilante, que siente que pensar es traición.
  4. Ciclos de radicalización
    La expulsión total empuja a algunos a los márgenes, donde la crítica se vuelve rencor y la discrepancia se solidifica en subculturas antagonistas. Un sistema que dice combatir el “extremismo” a menudo lo fabrica.






IV. ¿Qué significa defender la libertad de expresión en serio?



La prueba más exigente de la libertad de expresión no es permitir lo popular —es tolerar lo impopular dentro de los límites que impone la ley (no la indignación). Defender la libertad de expresión no es celebrar cada idea; es sostener que la refutación debe ser argumental, no administrativa (listas negras, desmonetizaciones sumarias, ostracismo profesional) salvo cuando la conducta cruce claros tipos penales.


Tres principios prácticos:


  1. Crítica sí, listas negras no
    Combatir ideas con razones y evidencia, no con excomunión comunicacional. Reservar las sanciones sociales más duras para conductas (violencia, acoso, incitación directa e inmediata) y no para opiniones rebatibles.
  2. Debida diligencia moral
    Si vas a destruir la reputación de alguien, prueba tu caso: fechas, documentos, contexto, derecho de réplica. El atajo del “observatorio dice” no sustituye el análisis.
  3. Proporcionalidad y caducidad
    Las sociedades sanas reconocen grados de culpa y posibilidad de cambio. El castigo moral sin horizonte de reintegración no reforma: endurece.






V. El caso pedagógico de Byrd y Duke (y tantos otros)



Tomemos el contraste como lección:


  • Si el sistema fue capaz de reconocer arrepentimiento y evolución en Byrd, entonces reconoce en abstracto la posibilidad de redención política.
  • Si esa posibilidad se niega absolutamente a otros, ya no estamos ante un ideal moral consistente, sino ante una herramienta de control: el perdón se concede a los aliados útiles y se niega a los adversarios inconvenientes.
  • La consecuencia es una ciudadanía desconfiada que opta por tribus en lugar de criterios.



El buen periodismo —escaso, pero posible— debería resistir esta economía de favores. Y la academia, si quiere ser algo más que aparato legitimador, debería volver a lo que le dio prestigio: duda metódica, rigor probatorio, valentía cívica.





VI. Objeciones y respuestas



Objeción 1: “Al etiquetar protegemos a los vulnerables.”

Respuesta: proteger no equivale a tercerizar el pensamiento. Podemos y debemos denunciar conductas peligrosas, pero sin licencias generales para criminalizar el disenso. La sobre-extensión del término “odio” lo vacía y deja indefensos a quienes realmente lo sufren.


Objeción 2: “Algunas figuras son irreformables.”

Respuesta: quizá. Pero si decretamos irreformabilidad ex ante por utilidad política, convertimos la moral en arma facciosa. Un sistema liberal serio exige criterios verificables y proporcionalidad.


Objeción 3: “Dar voz normaliza.”

Respuesta: aislar no elimina; solo oscurece. La vacuna más eficaz contra el error es la exposición al escrutinio. La censura fabrica mártires; el debate informado produce derrotas argumentales.





VII. Hacia una cultura de adultos



Si queremos salir de la adolescencia moral, necesitamos menos guardianes de etiquetas y más ciudadanos responsables. Tres reformas culturales:


  1. Rehabilitar el desacuerdo: discutir proposiciones concretas, no identidades. Exigir a periodistas y comentaristas que desagreguen: qué dijo, cuándo, con qué evidencia, contra qué alternativas.
  2. Redención disponible: establecer estándares públicos de arrepentimiento y cambio (reconocimiento de culpa, reparación, conducta sostenida) que valgan para todos, no solo para los útiles.
  3. Alfabetización mediática: enseñar a leer fuentes, incentivos y sesgos. No aceptar como dogma el veredicto de ninguna organización, por prestigiosa que sea, sin ver los números y los archivos.






Conclusión



La libertad de expresión, la deliberación democrática y la dignidad ciudadana se marchitan cuando una oligarquía de etiquetas decide quién ha de ser perdonado y quién ha de ser quemado en la plaza simbólica. El caso comparativo de Robert Byrd y David Duke —dos pasados vergonzosos, dos destinos narrativos opuestos— no exige absoluciones; exige coherencia. Si la sociedad cree en la posibilidad de cambio, entonces debe ofrecer reglas claras y simétricas para evaluar biografías y someter ideas a juicio público, no a linchamiento corporativo.


Una república de adultos no necesita inquisidores seculares; necesita ciudadanos con espina dorsal intelectual. El día que el perdón deje de ser un privilegio de los útiles y la condena un arma de los poderosos, habremos dado un paso real —no teatral— hacia una cultura más libre, más justa y más inteligente.


miércoles, 15 de octubre de 2025

Capítulo 2 — Democracia de Espectáculo





Capítulo 2 — Democracia de Espectáculo




Parte II — El Espectador





Cuando el telón se abre y la función comienza, el público ya ha olvidado que pagó entrada.

Se acomoda, aplaude, se emociona, y poco a poco la historia lo absorbe.

En algún punto, deja de mirar: es mirado.

Su rostro, reflejado en la pantalla de cada dispositivo, se convierte en parte del decorado.


Así es el ciudadano contemporáneo: un espectador que participa sin intervenir.

Cree que observa el poder, pero el poder lo observa a él.

Su voto, su ira, su entusiasmo, sus silencios — todo es medido, archivado, monetizado.

El sistema no teme la opinión pública: la utiliza como combustible.

Cada protesta, cada consigna, cada “tendencia” sirve para alimentar el algoritmo que mantiene viva la ilusión de pluralidad.


El hombre moderno confunde la libertad con la reacción.

Cree que opinar es decidir, que indignarse es transformar.

Pero la indignación sin acción se disuelve como espuma.

La política contemporánea se sostiene en ese ciclo: estímulo, furia, cansancio, olvido.

Una maquinaria emocional que produce obediencia bajo la forma del agotamiento.


Yo también fui espectador.

Esperaba que la razón o el sufrimiento colectivo despertaran algún día una conciencia común.

Pero comprendí que la masa no busca conciencia: busca espectáculo.

Quiere sentirse parte de algo más grande, incluso si ese algo la devora.

El miedo a la soledad política es más fuerte que la sed de verdad.


En el teatro de la democracia, nadie quiere salirse del público.

Porque fuera del público no hay eco, no hay pertenencia, no hay identidad.

El hombre se aferra a su lugar en la multitud como quien teme caer al vacío.

Y sin embargo, ese vacío — el silencio, la distancia, la duda — es lo único que podría devolverle su libertad.


El espectáculo necesita emociones rápidas: amor, odio, esperanza, decepción.

Todo se consume y se olvida a la velocidad de una pantalla que actualiza su contenido.

El ciudadano se acostumbra a sentir políticamente del mismo modo que consume series: por temporada.

Cuando termina una, espera ansioso la próxima crisis.

Sin drama no hay sentido; sin conflicto, no hay identidad.

El poder no reprime esa necesidad: la alimenta.


He llegado a pensar que el espectador moderno no es víctima, sino cómplice.

No se le obliga a aplaudir: lo hace por miedo al silencio.

El ruido colectivo le da la ilusión de estar vivo.

La unanimidad lo protege del pensamiento.

Y cuando alguien se levanta de su asiento, cuando un individuo osa abandonar la sala, el resto lo señala con desdén: “antidemocrático”, “radical”, “asocial”.

Nadie tolera al que rompe el hechizo.


La democracia de espectáculo no necesita perseguir a los disidentes: los aisla con simpatía.

Les concede el derecho de hablar, pero no de ser escuchados.

Esa es su genialidad: permite toda opinión, con tal de que ninguna importe.

Así, el ruido se vuelve libertad, y la libertad, un eco sin consecuencia.


A veces miro el mundo político como se mira un circo después del número final:

el polvo, los payasos que fuman detrás del escenario, los animales exhaustos.

El público se retira convencido de haber presenciado algo trascendente,

pero los verdaderos actores son los mismos que desmontan la carpa.

El poder no muere: cambia de disfraz.

Y el público, agradecido, compra entrada para la próxima función.


Ya no espero redención colectiva.

No habrá reforma ni revolución que salve a una humanidad enamorada de su espectáculo.

Solo quedará, quizás, el pequeño gesto de quien decide apagar la pantalla, cerrar los ojos, y soportar el silencio.

Ese silencio es insoportable para la mayoría, pero allí comienza la libertad del que despierta.

La primera desobediencia no es política: es interior.

Consiste en dejar de aplaudir.