Capítulo 2 — Democracia de Espectáculo
Parte II — El Espectador
Cuando el telón se abre y la función comienza, el público ya ha olvidado que pagó entrada.
Se acomoda, aplaude, se emociona, y poco a poco la historia lo absorbe.
En algún punto, deja de mirar: es mirado.
Su rostro, reflejado en la pantalla de cada dispositivo, se convierte en parte del decorado.
Así es el ciudadano contemporáneo: un espectador que participa sin intervenir.
Cree que observa el poder, pero el poder lo observa a él.
Su voto, su ira, su entusiasmo, sus silencios — todo es medido, archivado, monetizado.
El sistema no teme la opinión pública: la utiliza como combustible.
Cada protesta, cada consigna, cada “tendencia” sirve para alimentar el algoritmo que mantiene viva la ilusión de pluralidad.
El hombre moderno confunde la libertad con la reacción.
Cree que opinar es decidir, que indignarse es transformar.
Pero la indignación sin acción se disuelve como espuma.
La política contemporánea se sostiene en ese ciclo: estímulo, furia, cansancio, olvido.
Una maquinaria emocional que produce obediencia bajo la forma del agotamiento.
Yo también fui espectador.
Esperaba que la razón o el sufrimiento colectivo despertaran algún día una conciencia común.
Pero comprendí que la masa no busca conciencia: busca espectáculo.
Quiere sentirse parte de algo más grande, incluso si ese algo la devora.
El miedo a la soledad política es más fuerte que la sed de verdad.
En el teatro de la democracia, nadie quiere salirse del público.
Porque fuera del público no hay eco, no hay pertenencia, no hay identidad.
El hombre se aferra a su lugar en la multitud como quien teme caer al vacío.
Y sin embargo, ese vacío — el silencio, la distancia, la duda — es lo único que podría devolverle su libertad.
El espectáculo necesita emociones rápidas: amor, odio, esperanza, decepción.
Todo se consume y se olvida a la velocidad de una pantalla que actualiza su contenido.
El ciudadano se acostumbra a sentir políticamente del mismo modo que consume series: por temporada.
Cuando termina una, espera ansioso la próxima crisis.
Sin drama no hay sentido; sin conflicto, no hay identidad.
El poder no reprime esa necesidad: la alimenta.
He llegado a pensar que el espectador moderno no es víctima, sino cómplice.
No se le obliga a aplaudir: lo hace por miedo al silencio.
El ruido colectivo le da la ilusión de estar vivo.
La unanimidad lo protege del pensamiento.
Y cuando alguien se levanta de su asiento, cuando un individuo osa abandonar la sala, el resto lo señala con desdén: “antidemocrático”, “radical”, “asocial”.
Nadie tolera al que rompe el hechizo.
La democracia de espectáculo no necesita perseguir a los disidentes: los aisla con simpatía.
Les concede el derecho de hablar, pero no de ser escuchados.
Esa es su genialidad: permite toda opinión, con tal de que ninguna importe.
Así, el ruido se vuelve libertad, y la libertad, un eco sin consecuencia.
A veces miro el mundo político como se mira un circo después del número final:
el polvo, los payasos que fuman detrás del escenario, los animales exhaustos.
El público se retira convencido de haber presenciado algo trascendente,
pero los verdaderos actores son los mismos que desmontan la carpa.
El poder no muere: cambia de disfraz.
Y el público, agradecido, compra entrada para la próxima función.
Ya no espero redención colectiva.
No habrá reforma ni revolución que salve a una humanidad enamorada de su espectáculo.
Solo quedará, quizás, el pequeño gesto de quien decide apagar la pantalla, cerrar los ojos, y soportar el silencio.
Ese silencio es insoportable para la mayoría, pero allí comienza la libertad del que despierta.
La primera desobediencia no es política: es interior.
Consiste en dejar de aplaudir.
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