miércoles, 15 de octubre de 2025

Capítulo 2 — Democracia de Espectáculo





Capítulo 2 — Democracia de Espectáculo




Parte II — El Espectador





Cuando el telón se abre y la función comienza, el público ya ha olvidado que pagó entrada.

Se acomoda, aplaude, se emociona, y poco a poco la historia lo absorbe.

En algún punto, deja de mirar: es mirado.

Su rostro, reflejado en la pantalla de cada dispositivo, se convierte en parte del decorado.


Así es el ciudadano contemporáneo: un espectador que participa sin intervenir.

Cree que observa el poder, pero el poder lo observa a él.

Su voto, su ira, su entusiasmo, sus silencios — todo es medido, archivado, monetizado.

El sistema no teme la opinión pública: la utiliza como combustible.

Cada protesta, cada consigna, cada “tendencia” sirve para alimentar el algoritmo que mantiene viva la ilusión de pluralidad.


El hombre moderno confunde la libertad con la reacción.

Cree que opinar es decidir, que indignarse es transformar.

Pero la indignación sin acción se disuelve como espuma.

La política contemporánea se sostiene en ese ciclo: estímulo, furia, cansancio, olvido.

Una maquinaria emocional que produce obediencia bajo la forma del agotamiento.


Yo también fui espectador.

Esperaba que la razón o el sufrimiento colectivo despertaran algún día una conciencia común.

Pero comprendí que la masa no busca conciencia: busca espectáculo.

Quiere sentirse parte de algo más grande, incluso si ese algo la devora.

El miedo a la soledad política es más fuerte que la sed de verdad.


En el teatro de la democracia, nadie quiere salirse del público.

Porque fuera del público no hay eco, no hay pertenencia, no hay identidad.

El hombre se aferra a su lugar en la multitud como quien teme caer al vacío.

Y sin embargo, ese vacío — el silencio, la distancia, la duda — es lo único que podría devolverle su libertad.


El espectáculo necesita emociones rápidas: amor, odio, esperanza, decepción.

Todo se consume y se olvida a la velocidad de una pantalla que actualiza su contenido.

El ciudadano se acostumbra a sentir políticamente del mismo modo que consume series: por temporada.

Cuando termina una, espera ansioso la próxima crisis.

Sin drama no hay sentido; sin conflicto, no hay identidad.

El poder no reprime esa necesidad: la alimenta.


He llegado a pensar que el espectador moderno no es víctima, sino cómplice.

No se le obliga a aplaudir: lo hace por miedo al silencio.

El ruido colectivo le da la ilusión de estar vivo.

La unanimidad lo protege del pensamiento.

Y cuando alguien se levanta de su asiento, cuando un individuo osa abandonar la sala, el resto lo señala con desdén: “antidemocrático”, “radical”, “asocial”.

Nadie tolera al que rompe el hechizo.


La democracia de espectáculo no necesita perseguir a los disidentes: los aisla con simpatía.

Les concede el derecho de hablar, pero no de ser escuchados.

Esa es su genialidad: permite toda opinión, con tal de que ninguna importe.

Así, el ruido se vuelve libertad, y la libertad, un eco sin consecuencia.


A veces miro el mundo político como se mira un circo después del número final:

el polvo, los payasos que fuman detrás del escenario, los animales exhaustos.

El público se retira convencido de haber presenciado algo trascendente,

pero los verdaderos actores son los mismos que desmontan la carpa.

El poder no muere: cambia de disfraz.

Y el público, agradecido, compra entrada para la próxima función.


Ya no espero redención colectiva.

No habrá reforma ni revolución que salve a una humanidad enamorada de su espectáculo.

Solo quedará, quizás, el pequeño gesto de quien decide apagar la pantalla, cerrar los ojos, y soportar el silencio.

Ese silencio es insoportable para la mayoría, pero allí comienza la libertad del que despierta.

La primera desobediencia no es política: es interior.

Consiste en dejar de aplaudir.






Capítulo 2 — Democracia de Espectáculo

Capítulo 2 — Democracia de Espectáculo




Parte I — El Teatro





Hay algo profundamente teatral en todo lo que se llama hoy “vida pública”.

He asistido —como todos— a esa función interminable donde el escenario se llama parlamento, los actores se llaman representantes, y el público, ingenuo y paciente, sigue creyendo que el guion no está escrito desde antes.


Las democracias modernas no se sustentan en ideales, sino en escenografía.

El ciudadano ya no vive la política: la observa.

Y como buen espectador, exige emoción antes que verdad, espectáculo antes que justicia.

Las campañas electorales no son debates de ideas, sino producciones audiovisuales; los candidatos, marcas cuidadosamente diseñadas; los discursos, trailers de una película que nunca se filma.


El lenguaje político ha sido reemplazado por el publicitario.

El voto se ha convertido en una compra impulsiva.

El ciudadano elige como quien elige un producto en oferta: guiado por la estética, por el miedo o por la costumbre.

Ya no se vota por convicción, sino por reflejo.

Y en esa repetición ciega, la voluntad popular se ha convertido en el recurso más explotado del planeta.


No se necesita censura para controlar una democracia: basta con saturarla de información irrelevante.

El exceso de palabras se vuelve ruido, y el ruido, niebla.

El pensamiento se ahoga en titulares, el juicio se dispersa entre encuestas.

Y mientras la multitud discute quién tiene la culpa, los verdaderos dueños del escenario cambian el decorado.


He visto al político moderno moverse con la naturalidad del actor que ya no distingue entre personaje y persona.

Habla, sonríe, promete, se indigna en el momento justo; cada gesto está calibrado por asesores que saben lo que conmueve, no lo que convence.

El poder no necesita ser verdadero: necesita ser verosímil.

Basta con parecer justo para ser aclamado.


En ese sentido, la democracia es el régimen más sofisticado que ha inventado el poder:

no reprime —seduce;

no impone —invita;

no castiga —premia la obediencia con participación simbólica.


Los antiguos dictadores temían a la opinión pública;

los nuevos la fabrican.

Ya no hay necesidad de mentir abiertamente: basta con elegir qué verdad mostrar y a qué velocidad.

El ciudadano, agotado por el flujo constante de estímulos, se rinde ante el cansancio de pensar.

Y entonces llama “libertad” al derecho de repetir las consignas de su bando.


A veces me pregunto si la democracia no es más que una forma elegante de resignación colectiva.

Una manera de soportar el absurdo del poder compartiendo su responsabilidad.

Porque al votar, el hombre moderno cree decidir, pero en realidad absuelve al sistema de sus crímenes: al fin y al cabo, “todos participamos”.

Así, la esclavitud se vuelve autogestionada.

La opresión, consensuada.


La democracia es el teatro donde el poder se disfraza de multitud.

Un carnaval institucional que necesita del aplauso para seguir existiendo.

Sin espectadores no hay función, y sin función no hay legitimidad.

El sistema sabe que el pueblo no cree ya en los actores, pero confía en la magia del escenario.

Y así continúa la obra, siglo tras siglo, con guiones distintos y finales idénticos.


He observado ese espectáculo desde dentro.

He votado, he creído, he discutido, he defendido causas con el fervor de un actor convencido de su papel.

Hasta que comprendí que el teatro no tiene salida de emergencia.

El público puede abuchear, incluso tirar objetos al escenario, pero nunca puede apagar las luces.

El escenario es su mundo, y salirse de él sería quedarse sin sentido.


La democracia, en su forma actual, no es el gobierno del pueblo: es el gobierno de las percepciones.

Todo se decide en la superficie: quién sonríe mejor, quién grita más fuerte, quién promete con más arte.

El ciudadano ya no exige justicia, sino entretenimiento moral.

No quiere líderes virtuosos, sino personajes convincentes.

Y el poder, que lo sabe, invierte más en escenografía que en verdad.


Quizás la tragedia de nuestra era no sea la corrupción de la democracia, sino su perfección.

Ha alcanzado tal grado de teatralidad que ya no necesita ni siquiera un público crítico: se basta con espectadores satisfechos.

Y así, mientras la función continúa, el país se disuelve en aplausos automáticos.

Nadie recuerda ya el guion original, y quizá nunca lo hubo.

Porque el teatro del poder no nació para representar la verdad, sino para ocultar que no existe.